domingo, 17 de junio de 2012

Un poco de nada / 90

El frío se le metía por la piel y apenas lo dejaba pensar, lo tenía paralizado. El cigarrillo entre dos de sus dedos le daba una pequeña sensación de que todavía no había perdido toda sensibilidad de sus extremidades. Su cara estaba rígida, como muerta. Hizo una o dos veces la prueba de sonreír para que su gesto se afloje pero no lo logró. Sus comisuras apenas podían despegarse y estirarse. Hacía más de cuatro horas que estaba inmóvil parado en el mismo lugar. Bajo sus pies, el pasto estaba húmedo con el frío de la helada. En cada suspiro, el humo blanco se condensaba frente a su cara. En esas cuatro horas se preguntó infinidad de veces si valía la pena hacer lo que estaba haciendo. Recreó los diálogos una y otra vez. Pensó como la saludaría, cómo le hablaría, qué hacer ante cada posible respuesta. Entre diez y veinte veces se dijo a si mismo que mejor irse, dejarlo para otro día. Que ya no tenía sentido disculparse, hablarle de cómo habían sido las cosas. Nada iba a cambiar, las agujas del reloj seguirían en el mismo sentido. No podrían cambiar lo que pasó. Todo seguiría igual a los diez minutos de haber soltado sus palabras. Quizás ni siquiera venía, y quizás eso sería aún peor. Porque otro día no sería igual. Si no era hoy no era nunca, pensó para adentro. El frío se le seguía metiendo entre los huesos. Era de ese frío húmedo que se te mete en los huesos y horas después de entrar en un ambiente cálido lo sigues sintiendo, tus piernas se siguen moviendo como tratando de calmar la sensación helada que te invadió. A lo lejos le pareció verla venir. Se hizo para atrás, como si en medio de esa inmensidad en la que se encontraba hubiese sido posible esconderse. Ella caminaba despacio, tímida pero determinada. Pensar que había pasado un año de aquella noche en la que todo se terminó. Esa maldita noche en que el destino se lo llevó a uno y no a otro. En los 365 días que habían pasado no dejó de pensar un sólo día en que tendría que haber sido él y no Juan el que se fue. Juan era mucho mejor. Juan era de esos que no necesitaban preguntarte que te pasaba, lo adivinaba, o probaba hasta acertar. Juan había estado siempre. Juan, increíblemente, seguía estando. Ella lo miró recién cuando estuvo a su lado. Él, tímido, bajó la mirada. Ella dejó una flor. Por debajo de los anteojos negros vio como caía una lágrima que casi se congela al rodar por su mejilla helada. Se incorporó y lo volvió a mirar a través de los anteojos. "No hace falta que digas nada", le susurró. "Quisiera que sepas que, no se que quisiera que sepas. Sólo puedo decirte que yo no pude hacer nada. Si algo hubiera estado en mis manos lo habría salvado. Me gustaría que esté acá, con nosotros, que no se lo hubiera llevado ese camión hijo de puta y me hubiera llevado a mi, aunque yo también morí ese día en la ruta junto a él. La idea fue mía Laura, es verdad que yo lo convencí. Pero si hubiera sabido, si lo hubiera sabido", dijo él aunque las lágrimas ya no lo dejaron terminar. "Vos estás vivo. No podés ser tan mierda. Si estuviera acá te cagaría a trompadas". Se dio media vuelta y lo dejó sin palabras. El frío ya no era nada comparado a lo que sintió por dentro. Miró la tumba de Juan y leyó una vez más la lápida: "No llores, no vale la pena".

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