Me odio, suelta entre
lágrimas secas. Su rostro se escapa entre sus piernas, cuando su vergüenza le
juega una mala pasada. Si pudiera, usaría la táctica del bicho bolita. Pero a
ella no la amenaza un dedo humano que busca molestar. Sus propias historias le
vienen saliendo de adentro y la dejan maleable a los juegos de extraños que
intentan participar de su vida, sin entender que ella no quiere que participen.
Quiere que sean parte, aunque le cueste pedirlo, aunque lo haga de manera
silenciosa y lo niegue cuando el otro u otra la descubre. Me odio, me dijo
nuevamente al contarme que era imperfecta, que los valores que prodiga y reparte
no los pudo respetar por culpa de algo que la tiene a tumbos entre soledades
compartidas, esas que nos juegan malas pasadas en la cabeza. Esa que siempre
nos dice que la tenemos bajo control, para hacer con nosotros lo que quiere. Se rearma y pelea, una vez más, una de tantas
batallas que le quedan para llegar a donde quiere y llegará. Hace tiempo que
encara esta vida con una armadura puesta. Pero eligió equivocadamente el
material y la hizo de papel. Y luego de cada golpe, como el de esta vez, tiene
que volver a hacer la armadura. Por qué no cambia entonces, y se hace de algo
más fuerte para que no le duela tanto todo, aunque sólo llore cuando no le
queda más lugar para la angustia. Me fue difícil encontrar una respuesta.
Pienso y re pienso que no quiere, porque cuando la armadura se hace de metal
los golpes no nos pegan, no nos lastiman, pero también nos perdemos de las
caricias. Y quién puede considerar a eso vida.
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